Imagino a un hombre viendo la televisión. En el informativo, no importa la cadena o la hora, narran las inclemencias del tiempo: las carreteras cortadas, dificultades para la circulación, averías en el tendido eléctrico, accidentes de tráfico. En una de las imágenes, el hombre, o la mujer, no lo sé, no me importa, el sexo metaforiza al ser humano, pero sólo uno, lo sustancial es la unidad y el ser, no la sexualidad, ve su coche, no importa la marca, por evitar problemas legales más que como recurso literario, o el color, lo importante, hemos dicho, es que ve su coche accidentado en la carretera. Ha sufrido un impacto trasero y se ha salido por la cuneta. La matrícula le revela que, efectivamente, es su vehículo. Su conductor, informa el telediario, ha fallecido. Es uno de los muertos en una colisión múltiple provocada por las inclemencias del tiempo.
El hombre guarda en su retina la imagen del coche, la chapa levantada, la matrícula, el hombre, o mujer, fallecidos en el accidente.
Asustado decide ir al garaje para comprobar si está su vehículo, Y, sí, efectivamente, lo ve aparcado en la plaza número 52, tal y como lo había dejado, con su matrícula, el modelo y el color de la chapa idéntico, todo igual al coche siniestrado en la televisión. Comprueba la parte trasera y, en contra de lo afirmado por el locutor, se encuentra indemne. Ni un rasguño.
Palpa los bolsillos de su chaqueta y descubre que lleva las llaves. Decide subirse y dar un breve paseo, aun en contra de lo que aconsejan las inclemencias del tiempo.
El hombre, o mujer, abre el coche, se sube, se coloca el cinturón de seguridad, enciende el motor, abre el portón del garaje y sale a la calle. Llueve y el viento hace que la lluvia golpee con fuerza el vehículo. Sentado en el interior, nota como las ráfagas huracanadas tratan de desplazar el turismo de un lado a otro de la carretera. Ase el volante con firmeza y sigue conduciendo.
Circula lento. Apenas se ve gente por la calle y hay pocos vehículos. Las inclemencias del tiempo aconsejan resguardarse en la vivienda, domicilio o bar habitual. Pero él, o ella, sigue conduciendo hasta alcanzar el punto señalado por la televisión como centro informativo o lugar de la tragedia. Y, allí, la televisión no miente, lo he visto en televisión, la radio no miente, lo ha dicho la radio, encuentra el turismo siniestrado, la chapa de su vehículo retorcida por el impacto, los equipos de emergencia, el coche de la funeraria. Contempla la escena, circula despacio y regresa a casa.
Entra en el garaje, respira hondo antes de mirarse las manos, limpiarse el sudor, bajar del turismo, comprobar su matrícula mojada y coincidente, exactamente igual, a la del vehículo accidentado. Pasa su mano por la parte trasera y se asombra al ver el idéntico color al turismo accidentado, pero comprueba que se encuentra lisa, perfecta, sin arrugas y con las pequeñas puntillas de óxido habituales en un coche de avanzada edad.
Respira. Se marcha del garaje a paso tranquilo. Llega a su casa, se descalza, se seca el sudor, se pone la bata, batín o albornoz (no necesariamente uno ni los tres a la vez) y se siente delante del televisor. Lo enciende y regresan las noticias de las inclemencias del tiempo, del accidente de su vehículo, que no ha tenido lugar. O tal vez sí. Y reflexiona:
¿Estaré vivo o muerto?