La muerte de Osama Bin Laden no ha terminado con el radicalismo islámico, sólo ha enterrado un símbolo y creado un mito. Más importante me parece la documentación que los comandos han recogido en su mansión y cómo Pakistán ha visto que no se puede jugar con unos y con otros.
Los Estados Unidos han necesitado casi diez años para localizar al ideólogo del 11-S y que también brindó con té por las muertes españolas del 11-M. En esa búsqueda, sabemos que Guantánamo jugó un papel importante para conseguir la información necesaria.
Bin Laden tenía un sueño muy claro: destruir Occidente, terminar con nuestra forma de vida, aniquilar una civilización que ofrece las mejores condiciones de vida y desarrollo para sus habitantes en toda la historia de la humanidad.
Nos alegramos por su muerte, por su fin. Pero qué hacemos con Guantánamo, con los vuelos secretos de la CIA, con las operaciones de comando.
Nos enfrentamos a la gran duda de nuestra civilización: nuestros enemigos se aprovechan de las libertades de nuestro sistema para aniquilarnos, ¿los combatimos con unas reglas del juego que ellos no creen o los vencemos con sus propias armas? Entre matar y sobrevivir, yo me pongo del lado de los Seals y su lucha por nuestra libertad.
Más de uno debería comenzar a pedir disculpas a los americanos.