miércoles, 21 de febrero de 2007

Cómo leer unas obras completas

Me acompaña desde febrero de 2001 y la tilde del cómo me permite darle a esta entrada un aire de duda, de pregunta más acorde a mi forma de ser. No se trata de afirmar como hay que leer unas obras completas, sino preguntar cómo se deben leer. No se trata de un libro como Las palabras del verbo, de unas dimensiones manejables, que se consume en un tiempo razonable. Me enfrento a un poemario de casi mil páginas: Memoria del fuego de Justo Jorge Padrón, poeta canario. Además, de una gran producción, es un escritor irregular. Encuentro poemas luminosos, que te sorprenden por su belleza y claridad y, a continuación, otros mediocres, que no entiendes cómo ha podido seleccionarlos, como no aprovechó esa oportunidad de publicar sus obras completas para cribar y apartar aquello de menor valor.
Cuando empecé la lectura de ese libro decidí interrumpirlo constantemente. Mil páginas seguidas de poesía de un autor se acerca a una tortura malaya. Así que voy interrumpiendo esa lectura con otras y otras. A este paso, supongo que para el 2010 habré terminado esas obras completas, aunque siempre me queda la duda de si éste es el sistema adecuado.

Revista de prensa

En uno de los comentarios, Chema alude a un artículo de Arcadi Espasa donde se cita a Juan José Jambrina, psiquiatra del Área Sanitaria III y actual responsable de Salud Mental tras la marcha del doctor Montejo. Amablemente, me lo envío ayer y, después de leerlo, he decidido colgarlo, como si esto fuese una revista de prensa:

Se suicidan, fijaos

ARCADI ESPADA
Querido J:

Imagínate 3.381 muertes al año en España. Más muerte, desde luego, que la que resulta de asesinatos o accidentes laborales. Más, incluso, que las muertes por accidentes de tráfico. Ahora imagínate que ningún periódico español hablara de ello, y habrás comprendido que hablo de suicidas, concretamente del número de personas que se suicidaron en España en el año 2005. ¿Una cifra brutal? Desde luego. Y piensa si le añadiéramos los suicidas que eligen el método del accidente de tráfico. Pero hay otras más brutales, como las de Europa del Este, repúblicas bálticas, Dinamarca o, ¡pásmate joie de vivre!, las de Francia, donde se suicida un policía a la semana. No es extraño que Sarkozy, encarando como suele, haya hablado en estos términos, y en plena campaña electoral: «El suicidio de los jóvenes es la gran enfermedad del siglo». Y la prensa, la española y otras prensas, no habla de este asunto. ¿Por qué?
El mito tiene antecedentes más o menos precisos. Está la publicación de Werther, la novela de Goethe, en 1774, que desató, aunque la documentación no parece del todo fiable, una oleada de suicidios (soi disant) por amor; está una tesis doctoral de Paul Moreau de Tours, De la contagion du suicide, (1875) y, finalmente, el libro de Paul Abry, La contagion du meurtre (1896). Yo no he leído la tesis, pero sí leí hace tiempo el libro de Abry, donde incluye un reconocimiento a Moreau en estos términos: «Entre los vivos no puedo olvidar a mi querido maestro Paul Moreau de Tours, que en su tesis y en otras obras importantes ha demostrado la importancia deletérea de la prensa». La fundamental investigación de Durkheim sobre el suicidio negaría la plausibilidad de esta influencia. Durkheim es todavía un nombre en la ciencia; pero Moreau y Abry son polvo de eruditos. Sin embargo, sus tesis se han mantenido con una llamativa obstinación: buena parte del pensamiento periodístico contemporáneo aún examina con aprensión la posibilidad del contagio.
Le pedí al psiquiatra Juanjo Jambrina, al que conoces, que me proporcionara algún material sobre la relación entre el suicidio y los medios. Entre lo más interesante están las reflexiones de Keith Hawton, director del Centro de Estudios del Suicidio de Oxford y las orientaciones generales que tanto la Organización Mundial de la Salud como la Asociación Americana de Suicidología han publicado sobre el tratamiento que el suicidio debe recibir en los medios. Se alude, repetidamente, a determinadas experiencias en Canadá y Austria, que en su momento experimentaron una disminución notable del índice de suicidas que se tiraban al metro a partir de que no se publicaran en los periódicos los detalles sobre el método. Otros estudios aluden, por ejemplo, a una oleada de suicidios en Hong Kong por inhalación de monóxido de carbono, y en cuyos detalles reparó la prensa acaso en demasía... contagiosa. No parece descabellado suponer que pueden darse modas sobre los métodos de suicidio y que los medios pueden contribuir a establecerlas. Pero esa redundancia en los métodos no quiere decir, obligatoriamente, que la publicación de las notas periodísticas contribuya al aumento general de los casos.
La exhibición de cualquier conducta humana puede provocar emulación, y no se ve por qué el suicidio debería quedar al margen de los abusos infantiles, la violencia doméstica o el robo con escalo, que participan cada día en el espectáculo de los periódicos. El suicidio es un acto de violencia (aunque por lo general sólo incluya como víctima a uno mismo) y los actos de violencia son habituales en los medios. Pero es que, además, hay algo mucho más importante: la exhibición no sólo provoca emulación; también protección. Una comunidad que conoce sus peligros se defenderá mucho mejor de ellos. Si es verdad que el suicidio, y especialmente el juvenil, se vislumbra como uno de los males del siglo, parece lógico empezar a tomar conciencia de ello. Los periódicos son ideales para este trabajo. No hace falta decir que los buenos periódicos: porque entonces sería justo añadir, y los buenos psiquiatras y los buenos novelistas. Esa toma de conciencia colectiva se realiza tan sólo, en nuestros periódicos, cuando el suicida es un personaje conocido, o al menos lleva prendido su fulgor, como en el caso de la hermana de la Princesa Letizia. Lo que en realidad no sirve ni para la conciencia ni para lo colectivo. En una de las más deliciosas pruebas de su hipocresía, el periodismo persignado, que se niega a publicar, por temor a la emulación, que un joven cualquiera se tiró al metro, no vacila a la hora de hacerlo con un personaje público. Aun sabiendo que la emulación crece exponencialmente cuando es un personaje público el que ofrece un modelo de conducta, el periodismo se encoge de hombros y se aferra a su poderosa ley de la noticia. Yo la conozco muy bien, esa ley, y hasta la respeto: lo que me jode son las pamplinas de la trampa. No se debe decir que no se publican noticias de suicidios porque favorecen la emulación. Lo que se debe decir es que no se publica la muerte de un don nadie por más suicida que sea. Si piensas esto hasta el fondo, puede que te lleves alguna sorpresa. Porque, en realidad, muchas de las noticias violentas que se publican en los periódicos tienen un trasfondo que va mucho más allá de la natural curiosidad por lo insólito. El trasfondo es, ya te lo insinuaba antes, la necesidad de protección. Conviene saber que hay una ola de robos en chalés, aunque se trate de chalés de don nadies. Quiero decir que a los don nadies les conviene organizar su protección. Tal vez debiéramos organizar la protección de una enfermedad que causa (así calculan las fuentes de Jambrina) un millón de muertos en el mundo cada año.
Entre los sistemas de protección destaca el propuesto por las asociaciones suicidológicas. Exigen a los medios que traten el suicidio como una enfermedad mental. Ésta sí me parece una exigencia razonable. Durante decenios, y gracias sobre todo a la tendencia psicoanalítica, el suicidio ha estado infectado de literatura. Esa infección contribuye a explicar el mito de la emulación. La literatura ha convertido al suicida en un ser prestigioso y valiente, capaz de dar un puntapié a una vida indigna de vivirse. El periodismo se apuntó desde el primer momento a esta posibilidad. Para el periodismo, las explicaciones estrictamente culturales de la conducta son como el pan que se come: el periodismo puede entrevistar a una madre represora, a la amante autora del despecho; incluso al jefe de personal; pero no puede entrevistar a un gen. Las recomendaciones de los profesionales me parecen, en este punto, adecuadas: también porque el acento sobre la enfermedad permite relativizar a ese otro dios del ripio mediático que es el libre albedrío y su influencia en hacer del suicida un soberano absoluto de su voluntad.
Acabaremos sonriendo con humor negro. El psiquiatra Jambrina me rescata de la sima del tiempo el caso de Iznájar. Lo estudió el doctor Castilla del Pino. El pueblo cordobés tuvo durante una época una tasa de suicidios tres veces superior a la media española. Contagio. El suicidio como cultura, diría un obvio gestor cultural. ¿Asocias Iznájar?
Aún no me explico cómo sus adversarios no lo incluyeron entre los contrargumentos electorales. Un hombre tan reconcentrado, silencioso, con tanta vida interior, catalán de Iznájar.
Sigue con salud.
A.

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