lunes, 30 de marzo de 2020

DUC ( y XVI). El dilema del ascensor


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Russ Ward on Unsplash


Desde que comenzó el confinamiento, evito en lo que puedo el ascensor. Voy por los escaleras y lo máximo que te puede suceder es encontrarte con un vecino y  hablar a gritos por eso de la distancia social de seguridad. O un repartidor. Y volver a hablar a gritos para evitar la distancia de seguridad.
Pero, a veces, el ascensor es inevitable. Ya les comenté el tema de la basura. O cuando se viene de la compra con siete bolsas en cada mano. Toca el ascensor y asumir que, si en el camino te para un vecino, deberás estornudar para que asuma la necesidad de mantener la distancia social de seguridad.
Sin embargo, no esa la razón por la que evito el ascensor. Sobre todo, por los botones. Ahí, tan metálicos. Parece que el metal es una especie de resort para el Sars Cov 2. No me importa en las latas de cerveza porque al llegar a casa pasamos un trapo de lejía por ellas. Pero el ascensor, ahí, el botón me da algo. 
Llevo guantes, no me puedo contagiar. Pero pienso en que mis guantes pueden llevar un bus de bichitos y alojarse ahí, en el resort esperando a un vecino sin guantes y que se olvide de lavarse los guantes...
Realmente me angustiaba la idea hasta que me acordé de Carmen Santano. Es una de nuestras heroínas sin capa, enfermera de atención continuada en Avilés y que hace días en su estado de was colgó un video con una curiosa manera de llamar al ascensor. Al lado de los botones se había colocado el cartón de un papel higiénico con palillos colgado. Se quitaba un palillo, se llamaba al elevador, se tocaba al piso y, al llegar, se depositaba en el interior del cilindro, reconvertido en cubo de la basura. La primera vez que lo vi pensé que se trataba de una broma. Pero ha llegado el momento de ponerlo en práctica.
Primera fase, organizarme en casa. Coger el palillo. Sin problema.
Segunda fase, planificar las manos. Seguiré con los guantes en el exterior, pero intentaré no usar una mano para evitar contaminaciones. Así, cuando regresé y saque el palillo de la chaqueta, evitaré dejar el virus en la ropa.
Salgo a por el pan. Ya en el regreso, toca poner en marcha la práctica. Un poco de música para el momento emocionante.


La mano que debía permanecer limpia era la izquierda y hoy ha sido posible. No siempre resulta así. Pero hoy sí. Así que saco el palillo. Y aprieto. Nada. No se enciende la luz del botón. No funciona. La verdad es que usé la fuerza de una mosca por miedo a romper el palillo. Aprieto con más fuerza. Funciona, llega el ascensor. Entro en él.
Ahora es la operación más delicada, más compleja. Me siento como un neurocirujano.
Sin soltar la bolsa de pan, uso la mano derecha para hacer un giro de 180 grados en el palillo de tal manera que la parte que agarre (con riesgo de contaminación) no toque la palma de mi mano, del guante. Hecho. Con una punta limpia, vuelvo a marcar mi piso. Subo hacia casa y me parece que Florence and the machine festejan mi triunfo. Pero no, no se ha terminado.
Toca entrar en casa. El palillo paso a la mano derecha. Todo apunta a que la izquierda sigue limpia. Así que abro la puerta de casa y empieza la operación de desinfección con la satisfacción de que el dilema del ascensor ha sido superado.

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