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Ya está. Terminaron los Juegos Olímpicos. La ventaja de la diferencia horaria con Japón es que fue más fácil eludir las ceremonias de apertura y de clausura; la desventaja es que la diferencia horaria no sabías que la competición que veías era la de hoy o la de ayer, si celebrabas triunfos del mañana o no.
Pero son detalles menores. Lo sustancial es que los Juegos Olímpicos nos han vuelto a hacer vibrar con historias humanas, las paraolimpiadas han contribuido a derribar muros mentales y hemos disfrutado con competiciones y anécdotas, ahora mucho más amplificadas gracias a las redes sociales.
Y, con todo esto, una pregunta para la que no tengo una clara respuesta: ¿deberían haberse celebrado en estos tiempos de covid? No es una respuesta sencilla. Leías noticias de contagios y a saber lo que podía pasar. ¿Habrá llegado a más países, se habrá sembrado una nueva variante del SARS-Cov 2?
Son preguntas para las que no leo respuestas y que, supongo, se harán muchas personas. No seré el único.
¿Eran necesarios estos Juegos Olímpicos sin público?
No tengo una respuesta rotunda, un sí o un no claro. Pero, al menos para un servidor, estos juegos olímpicos me han aportado esperanza. Después de todo el sufrimiento, con todos los esfuerzos que son necesarios para derrotar a la enfermedad, la humanidad puede seguir ejerciendo de humanidad. Nos ha herido y nos ha hecho sufrir; pero no hemos perdido la esperanza. Y esa es la palabra en la que resumo los Juegos Olímpicos de Tokio: esperanza. Tal vez, por eso, hayan sido unos de los más importantes.
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