Escucho en una de esas tertulias radiofónicas que abren sus micrófonos a los oyentes: "Me gustaría que los tertulianos nos respondiesen para saber si tenemos la razón o no". Y quedó tan tranquilo, víctima de lo que se podría llamar un pensamiento débil. Porque hay aspectos de la vida donde no es fundamental tener o no la razón. Se tiene una opinión, que ya es bastante, y se trata de argumentar. O no, y uno llega al terreno de la creencia, la superchería o la fe. Sucede algo parecido cuando el ignorante de turno te dice: "Sobre gustos no hay nada escrito". ¡Pedazo de pollino! Sobre gustos está mucho escrito: me gusta esto, no me gusta esto. Otra cosa muy diferente es que el gusto, al ser algo personal, no debe ser universal. Y por eso debemos respetarlo profundamente. ¿Es malo que a una persona le guste el Vega Sicilia con casera!? No, no es grave. Es un gusto caro, pero es algo personal y, si se lo puede permitir, que lo disfruté. Allá él con su dinero.
Algo parecido sucede con la opinión, especialmente en el terreno político. Ante determinadas realidades se puede responder de diferentes maneras, ambas igual de válidas. Las opiniones diferentes no tienen porque ser excluyentes. Es una de las grandezas de la democracia. Es un sistema que nos permite que vivamos con diferentes opiniones. Lo importante no es tener la razón, sino saber respetar al otro, a la opinión diferente. Aprender a dialogar con ella y, de ese diálogo, igual sale una respuesta que convenza a todos. O no; entonces recurrimos a los votos y, el que más tiene, aplica su idea. En la medida que asumamos qué es opinión y el respeto a las opiniones de los otros, la calidad de nuestra democracia se incrementará.
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