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Existen muchas palabras que aborrezco, incluso alguna que odio. No me gusta mucho eso de odiar. Desgasta, es feo y genera mal hígado. Pero, a veces, es inevitable odiar. Entre las palabras que odio se encuentra fit, no por ser anglicismo, que no me gustan mucho, es verdad; sobre todo por verla en las prendas de ropa. Se extiende como una plaga por todas las cadenas y marcas. Nadie se libra de la condena del fit.
¿Por qué odio el fit?
Porque me recuerda el último exceso en la mesa, la tarde sentado en el sofá, el pastel de más, el segundo pastel de más, las gominolas que no debía haber probado; ese bollo preñado de cecina y queso, el día que no salía a correr y la mañana en la que no fui a nadar.
Las camisas fit se ciñen al cuerpo como los chorizos a los que damos buena cuenta en exceso, te aprietan como el pan caliente con la salsa de las berzas; los pantalones fit no pasan de las rodillas y te recuerdan esas vacaciones tumbado en el hotel, bebiendo y pensando en los tres postres y quince helados de la comida y los quince postres y tres helados de la cena...
Las camisas fit se ciñen al cuerpo como los chorizos a los que damos buena cuenta en exceso, te aprietan como el pan caliente con la salsa de las berzas; los pantalones fit no pasan de las rodillas y te recuerdan esas vacaciones tumbado en el hotel, bebiendo y pensando en los tres postres y quince helados de la comida y los quince postres y tres helados de la cena...
Uff, seguirá, pero voy a comer algo porque eso de odiar me provoca mucha hambre.
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