El azar nos había llevado al Asador María Eugenia, en Peñafiel. Y casi nos convertimos en devotos de él después de disfrutar de la paletilla de lechal que justificaba el madrugón y el viaje desde Asturias. Sí, estaba siendo un día redondo, de esos en los que se celebra la vida.
Pero no hizo falta nada para montar la fiesta. El jefe de sala, si se me permite el nombre en un restaurante familiar, sacó la trompeta y trazó una melodía, la celebración de la fiesta que, en ese momento, despedíamos y que íbamos a recordar para siempre. Gracias, maestro, y que no cese la música.
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