Llanes es uno de esos amores de juventud que, precisamente por ser de juventud, nunca terminan de borrarse del corazón, permanecen en él ajenos a las modas y los tiempos. Un amor al que siempre se regresa, aunque sea para soñar con el tiempo pasado, con el tiempo no vivido con el futuro.
La belleza de Llanes resiste como el Cantábrico a los muros de hormigón, al urbanismo de despecho, al deseo de todo de convertir un trozo del paraíso en un chalé adosado, al deseo de olvidar la pobreza que condenó a tantos hijos al destierro, a la emigración de sueños fracasados y riquezas que nunca se soñaron.
Llanes se puede visitar y se debe visitar en cualquier época del año, pero lo mejor es cuando hay menos turistas, lejos de la temporada alta, cuando aún se escucha el silencio en sus plazas y no hay problemas para encontrar un buen lugar donde comer. Y, sobre todo, cuando existe la posibilidad de conocer su mayor tesoro: sus gentes.
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