Joshua Bell acarició su Stradivarius antes de introducirlo en el maletín acolchado. Era un rito que cumplía antes de cada concierto. Acariciaba el violín para agradecerle toda la música que le daba. Lo acariciaba con ternura, con amor, como si fuese el cuerpo de una mujer. Su Stradivarius no era un violín cualquiera. Era una de las pocas piezas del maestro italiano que, sin ser fabricadas por él, conservaban su sonido. El artesano Pier Luigui Prietini había obrado el milagro de lograr un verdadero Stradivarius en el taller del maestro. Prietini había sufrido la peste en su Toscana natal. Allí, cuando la plaga azotaba su pueblo, se comprometió ante San Nicolás a permanecer célibe si salvaba a su familia de la enfermedad. Milagrosamente, los Prietini fueron la única familia del pueblo que superó la plaga sin ningún fallecimiento. El comportamiento piadoso de Pier Luigui Prietini les salvó de las acusaciones de brujería. Con el tiempo, emigró de su pueblo para trabajar en el taller del maestro Antonio Stradivarius.
Allí aprendió el oficio de luthier y comenzó a construir sus primeros violines hasta que conoció a la joven Marta Angélica Martini, de la que se enamoró con pasión. Prietini suspiraba por abrazarla, por besarla, por recorrer su cuerpo en unos pensamientos libidinosos que le torturaban día a día porque recordaba su promesa y su voluntad de cumplirla. Cada día veía a su amada en la calle y suspiraba por ella. Sufría, sufría mucho. Se concentró en la construcción de un violín para olvidar a su amada y la pasión que sentía por ella. Cumplía con sus hábitos piadosos y acudía al taller; algunas jornadas permanecía toda la noche hasta que terminó su pieza.
Una noche, terminó la pieza. Comprobó su sonido y descubrió que había logrado un instrumento digno del maestro. Al día siguiente, lo encontraron muerto al lado del violín. El maestro lo probó y se sorprendió por el sonido. Sin embargo, como muestra de respeto a Prietini nunca salió del taller en vida de Antonio Stradivarius.
Joshua Bell había adquirido el violín sabiendo su historia. En realidad, lo que se sabía era que se trataba de un auténtico Stradivarius por su sonida, aunque se desconocía el fabricante. Tan sólo existía la certeza de que no era Antonio Stradivarius. Bell cerró el estuche y salió de la habitación del hotel. En la calle se calzó una gorra y se dirigió al punto convenido.
Llegó y, sin quitarse la gorra, depositó el estuche en el suelo, sacó el violín y comenzó a tocar. Calentó dedos con algo de Bach y luego fue desgranando las piezas que más le gustaban. Esa melodía con la que había entrado en el Conservatoria, la sonatina que tocó la primera vez que declaró el amor a una mujer, la nana que había tocado a su primer hijo, la pieza preferida por su padre, la obra que nunca terminaba de pulir para su incluir en su repertorio. La multitud pasaba indiferente, caían algunas monedas en el estuche abierto. Bell tocaba cada vez más absorto, ajeno al ruido hasta que se fijó: tenía público. Una niña de unos diez años lo miraba absorta disfrutando de su música. Bell pensó en Bach y versioneó una cantata. La niña sonrío y él comprobó como su música salía con una belleza como nunca había logrado, una belleza que le recordaba las grabaciones es de Jacqueline de Pré que le regalaban sus padres, una pureza a la que había aspirado y que sólo, en ese momento, en la entrada del metro de Washington había alcanzado.
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