El próximo octubre se celebrará la XV edición de Gijón de sidra, un festival gastronómico propio de una ciudad donde la sidra forma parte de su vida. No hay calle que merezca tal nombre que no tenga una sidrería e invitar a una sidra es la mejor forma de resolver tensiones y afianzar amistades.
Hace unos días, comentaba mis impresiones sobre la sidra sin alcohol. Todo esto me lleva a elogiar la evolución que ha tenido el sector sidrero en los últimos veinticinco años. En mi juventud, conocíamos los buenos palos (Trabanco, Viuda de Angelón, Menéndez; al menos por Avilés) y los malos. Luego tenías la sidra espumosa y ahí terminaba la fiesta.
Hago memoria con todo el riesgo que supone, pero los cambios comenzaron con el etiquetado. Luego se avanzó con las nuevas formas de escanciado (el pitorro de plástico y el escanciador eléctrico) que abrieron la bebida a nuevos públicos puesto que ya no necesitabas saber escanciar para disfrutarla. Además, también resultaba más sencillo beber en casa.
La Denominación de Origen fue un salto de gigante, incluyendo la bandera de la calidad y proteger la producción asturiana de sidra. Fue a principios de este siglo y, desde entonces, su actividad no ha cesado de crecer.
Al tiempo llegaron las nuevas sidras, que no necesitaban escanciado. Es una bebida diferente, pero permite a las empresas ganar mercados. Como la sidra de hielo o los diferentes vermut de sidra. La sidra espumosa también ha seguido evolucionando y pequeños productores ganaron presencia en los estantes de los supermercados.
En poco más de medio siglo, el sector ha sabido modernizarse de una manera admirable. Seguramente, en este repaso habrá errores en el relato cronológico. Pido disculpas. En mi defensa diré que sólo aspiraba a reflejar mi admiración por el sector y pedir el último culín del día.
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