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Tocaba salir a echar la basura. Ya he comentado otras veces lo ardua que resulta esa tarea en tiempos de confinamiento. Hay que acumular varias bolsas, organizarse mentalmente para saber qué mano será la que toque las superficies potencialmente contaminadas y cual no y acercarse a los contenedores confiando en que no estén todos llenos. Ayer nos tocó sacar la orgánica, papel, vidrio y plásticos. Como eran muchas bolsas, Costillina se ofreció a acompañarme. Era la tercera vez que salía de casa. No está mal para tener nueve años. Después de repartir los residuos en su lugar correspondiente y en el breve regreso a casa me sorprendió un detalle: el silencio de la ciudad. No es la primera vez que tiro la basura a esas horas y lo normal hubiese sido escuchar la radio de algún aficionado atento al último partido de la jornada, el tráfico o el ruido lejano de El Musel. Pero no había nada. Silencio como pocas veces, un silencio propio de la mañana de un festivo, de las primeras horas del domingo. Pero de la misma manera que el silencio de la mañana de Navidad es hermoso ayer era inquietante por lo escasamente natural que resultaba.
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