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La reciente reforma de la sanidad en España ha generado una rápida reacción desde las posiciones progresistas. Es profundamente ideológica, he escuchado en algunas partes. Y tienen razón. Certifica la defunción de buena parte de los mitos sostenidos en los últimos treinta años: el Estado no es de nadie, sino que es de todos. No se trata de algo que flota ahí, encargado de corregir los desmanes del hombre, de orientar a la humanidad hacia la felicidad absoluta. No, no es nada de eso. Rousseau ha muerto.
El estado surge para atender unas necesidades determinadas, para proteger a los más débiles, que somos mayoría; para financiar proyectos obras que contribuyan a la riqueza de las naciones. Y, que nadie se engañe, no logrará que nadie sea más feliz, porque la vida es como es y la felicidad nace de nuestras manos o no nace.
Se acabo eso de que el dinero público no es de nadie; la ilegalidad se paga y las normas de convivencia se deben cumplir. Cierto que debería haberse comenzado en época de bonanza, pero eran días en los que nos entregábamos a la fiesta.
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No sé cómo terminó la historia del ordenador de Eugenia Rico y sus novelas. Es uno de los inconvenientes de tuiterland, que en muchas ocasiones te deja con la miel en los labios.
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