¿Qué hago yo aquí, esperando al tren? Las prisas, dicen, son malas consejeras. A izquierda y a derecha la vista es despejada. Nada se ve, nada se escucho. Uno, dos, tres, cuatro... Las personas cruzan la barrera bajada y uno no sabe si la alarma que suena (pi, pi, pi) se dedica a contabilizarlas para que la inteligencia artificial (oh, es ella) gestione la sensorización de la ciudad y mejore la gestión de los servicios públicos. Risa floja.
No debe ser nada de eso porque la alarma sigue sonando, aunque no pase nadie. Así que la opción de la contabilización se desvanece mientras yo, de pie, sigo preguntándome para qué pasar. Pero la pregunta también es por qué pasar, que no supone la intuición del riesgo, sino valorar el destino, apreciar si allá donde vamos merece infringir una norma, aunque no suponga correr ningún riesgo porque, repito, a izquierda y derecha, no se ve ni se escucha ningún artefacto ferroviario. O sea que casi como Shakespeare: cruzar o no cruzar ese es el dilema. Y el dilema se evapora cuando aparece, previo anuncio sonoro, no con el pi--pi, sino con un bramido, de la máquina. Y ya entonces te puedes disponer a cruzar sin saber, aún sin conocer el destino y si vale la pena.