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Foto de Markus Spiske en Unsplash |
Lo bueno de cumplir años es que algunas cosas te asustan menos que cuando las vives por primera vez. Recuerdo los casos de corrupción que vivivimos en la época del felipismo, sobre todo el de Luis Roldán, y parecía que se iba a terminar el mundo. Perdimos (ya sé que es muy sublime el uso del plural) la inocencia y comprobamos que el poder termina corrompiendo.
Llámase como se llame, la cercanía del poder siempre termina provocando que las debilidades humanas busquen atajos. Sexo y dinero son dos de los grandes motores de las bajas pasiones humanas. Y, si no lo son, no están lejos.
Corrupción no es sinónimo de poder, pero es síntoma de su existencia. Corrupción existen en todos los regímenes y sistemas. En la Iglesia alimentó buena parte del Cisma de Occidente, en el franquismo español, Redondela fue uno de los grandes escándalos. Podríamos seguir citando casos y casos y no habría bits suficientes en el mundo para recogerlos todos.
Habida cuenta de la existencia de la corrupción, el problema de las sociedades es la reacción más que la prevención. Esta, es indudable, es necesaria, pero los corruptos siempre encontrarán los atajos, el matiz, el renglón torcido de la norma.
Me atrevo a afirmar que una de las diferencias entre las sociedades democráticas y las autoritarias (en una definición muy amplia, incluyan también las dictaduras) es la capacidad de reacción de la sociedad ante la corrupción: la indignación y la reclamación de responsabilidades; la exigencia de un criterio ético, el refuerzo de las medidas de prevención, la denuncia.
Por eso me inquieta tanto la actitud del gobierno de España ante la actual crisis de corrupción. Es un comportamiento más propio de un sistema autoritario que de una democracia, que es lo que reclama la sociedad. Y, de esa diferencia, pueden surgir muchos problemas para el propio sistema democrático: de la desafección a abrir el campo a los autoritarismos.
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