domingo, 23 de febrero de 2014

Florecen las mimosas



Florecen las mimosas. Recuerdo a Madre diciéndole a Padre que se acordase de traer un buen ramo del pueblo. Siempre sucedía en febrero, cuando el sol comenzaba a calentar. Y, en el colegio, siempre nos decían que era un árbol tan sensible que, si se le golpeaba, sus hojas se retraían. Aprovechaba la búsqueda del ramo con Padre para experimentar ese prodigio físico que, en verdad, nunca me sucedió, pero me enseñó en que es necesario dudar de casi todo lo que te dicen.
Florecen las mimosas. Su olor penetrante inunda nuestra casa. Tengo un ramo a mis espaldas. No es un ramo de mimosa, es un ramo de flores silvestres, donde la mimosa, con su sencillez, es la reina, la que domina en sus olores. Ahí está la mimosa, con sus lecciones constantes: la humildad, como desde lo más sencillo se alcanza la plenitud.
Florece la mimosa. Se la ve desde la carretera. A diario la encuentro pegada a la autopista, en los límites de ArcelorMittal, en fincas. Florece la mimosa y nos anuncia que sí, que el invierno va a terminar; que siempre nieva y ahí deshielo; que la vida sigue y la primavera está aquí. Y después del verano y volverá el otoño. 
Florece la mimosa y, con ella, el Archipiélago, iniciando una nueva etapa, una nueva vida. No sé lo que vendrá, pero será diferente porque uno, en estos meses, también ha cambiado. Seré el mismo soplagaitas, o gilipollas si ustedes lo prefieren, de siempre, pero seré más yo; seré más feliz. Si siempre he escrito de lo que me apetecía, ahora lo haré de forma más intensa.
Respira, respira, respira el olor de la mimosa; las risas de Costillina, la caricia de Costilla, unas palabras, un gesto de amor... Es un milagro. Y muchas veces perdemos el tiempo sin disfrutarlo.

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