domingo, 4 de noviembre de 2007

Viajeros del otoño

Siempre que llega el otoño, mis calcetines se escapan de casa. Mal acostumbrados al verano, cuando la sandalia los hace descansar, se acostumbran a la comodidad del cajón, a las bolas de alcanfor y al perfume de colonia fresca de los armarios. Allí duermen y duermen, descansan durante días, comentando sus aventuras, los caminos que han recorrido, los días de lluvia y las zapaterías que han podido conocer.
Hasta que, sin avisar, llega el otoño. Los veteranos se las arreglan para desplazarse hasta el fondo del cajón y retrasar lo más posible su cita con el pie, con las uñas rascando su interior, el contacto con el zapato, el frío y el agua. Pero van cayendo, par a par y, después de cada día de esfuerzo, terminan en la lavadora.
Y, allá, en el fragor del centrifugado o camino del tendal, aprovechan para escapar. Generalmente es uno de cada par. Pocos pares se fugan juntos. Después de toda una vida juntos, el momento de conocer el mundo es mejor hacerlo en solitario. Un calcetín solo, en la acera, despertará menos sospechas que una pareja de calcetos en el parque, sentados en el banco y viendo atardecer.
Así, de esta manera, se me desparejan los calcetines cuando llegan el otoño y me pongo a buscarlos por todos los rincones, cazando a los más osados, aquellos que se atreven a romper la tranquila disciplina con la que viven su régimen textil. Hábrase visto que ingratos los tejen a algunos.

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